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El laberinto de las aceitunas. Eduardo Mendoza. Comentario

Hola, querido amigo dokusha: Este libro me lo regaló una amiga a la que quiero mucho, esto fue en el año 1984, me estoy refiriendo a Mercedes que me enseñó y que me amó... Veréis, la novela comienza cuando el loco “detective” de El misterio de la cripta embrujada es secuestrado en el manicomio, por obra y gracia de la policía, y conducido a un hotel donde un estrafalario ministro le indica que debe hacer un pago en efectivo en Madrid, al día siguiente, y le da un maletín lleno de dinero y las instrucciones para el pago... Esto desencadena en una espiral de acontecimientos luego enlazados con todo tipo de despropósitos, y que comienza cuando al protagonista le roban el dinero y termina, al final, en un ambiente “de nave espacial” y con una imagen que, me da pena decirlo, no es demasiado original: la de una interferencia en una retransmisión, ya que recuerda a la famosa película Contac... Lo que ocurre entre medio es la “trama”. Durante dos tercios la novela parece tener pies y cabeza, pero luego, de súbito, comienza a perder unos y otra, enlazando un disparate tras otro hasta conseguir que lo comenzado con una novela del tipo El misterio de la cripta embrujada, termine de forma de “más difícil todavía”... Y lo dicho en el párrafo anterior es clave para comprender por qué, a mi juicio, esta novela, en el plano humorístico, está muy por debajo de su predecesora y de su sucesora... Primero porque Mendoza, durante buena parte de la novela, hace que el humor ceda ante la trama, que pasa a ser lo principal (aunque el final, que no desvelo, no deja de ser una buena broma al respecto); y lo hace de forma extraordinariamente detallista, hasta el punto de que el lector no quiere perder ripio porque da la sensación de que cualquier detalle va a ser necesario para comprender el desenlace; tan en serio nos tomamos el argumento, tan intrincado y enrevesado es, que el protagonista se pega tanto a la acción que nos olvidamos de lo fundamental: que la gracia, si está en algún sitio, está en él, en cómo es, en sus vivencias y en cómo las expresa. Y él anda en esta ocasión menos ingenioso y más falto de chispa que en las otras dos novelas que he leído de este miniciclo en la creación del autor catalán. Hay que admitir, sin embargo, que el interés que el humor no llega a arrastrar consigue hacerlo la “trama”. Entrecomillo el término aparte de por lo que he dicho sobre la broma final, porque a partir más o menos del segundo tercio de la obra la evolución del argumento cambia completamente, se hace más loca, más disparatada, la acción se hace más lenta aunque se pretende acelerar con capítulos cortos y, en algunos momentos, insustanciales; la trama se disuelve en ese punto, o al menos comienza a difuminarse; pasamos de una novela “negra” paródica a una parodia de no sabemos muy bien qué; y también cambia el humor; lo patético del protagonista y el contraste entre lo que es y lo que está haciendo, y entre lo que hace y cómo lo cuenta, deja paso a una sucesión de imágenes y aventuras insólitas que recuerdan al humor facilón del cine norteamericano, más vinculado a lo extravagante y a lo chocante que a lo mordaz, más vinculado a la imagen que a la idea, y que no están a la altura de otros trabajos de Mendoza; y, lo que es peor, que desvirtúan al personaje, desdibujado en esta novela respecto al que protagonizó El misterio de la cripta embrujada... En El laberinto de las aceitunas, además de lo dicho, aparece menos amanerado en su hablar (o con un amaneramiento más discontinuo), y para colmo tienen algunos ramalazos de normalidad, cuando lo atractivo del personaje es, precisamente, la forma en que trata de encajar su anormalidad en la vida ordinaria. Así, por ejemplo, hace un correcto análisis de su vida (sin intentar tomar como normal lo anormal), en una ocasión manifiesta unas aspiraciones horrorosamente pequeño burguesas (dando a entender, por tanto, que es consciente de su extravagancia, cuando posiblemente hace más gracia lo contrario) e incluso, con la guapa de la historia, llega a hacer algo vetado a cualquier antihéroe... Por último, para terminar con el aspecto humorístico, varias puntualizaciones: Mendoza vuelve a recurrir con frecuencia a cierta escatología bastante directa que, si en la primera novela era acertada porque ayudaba a definir al personaje y su entorno, en esta, estando el protagonista más difuminado, pierde buena parte de su razón de ser y de su gracia, aislándose y, por tanto, acercándose demasiado al humor “simple”. En cambio, es de destacar la forma en que utiliza los nombres propios para hacer reír: el “ministro” se apellida Pisuerga, siendo un caballero que nadie puede negar que ha aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid; “La” Emilia se hace llamar Suzanna Trash, nombre cuya sonoridad revela unas ínfulas solo equiparables a su ignorancia, habida cuenta de la traducción del apellido; el viejo sabio se llama Plutarquete, enlazando, por medio del diminutivo, al célebre historiador Plutarco con un personajillo más propio de un tebeo. También Mendoza vuelve a recurrir en esta novela, como en la anterior, a jugar con la facha del protagonista, a quien vemos vestido de camarero, con traje, sin camisa y con cuerda a modo de cinturón, en calzoncillos, desnudo bajo una gabardina como el exhibicionista tópico, e incluso, como diría don Quijote, “en pelota”. Otros recursos son: la caterva de locos del manicomio, que facilitan las alusiones más esperpénticas y divertidas, y la aparición, como perfecto comodín, del comisario Flores, que en esta ocasión también aparece desdibujado; si en la primera novela era un policía de la vieja escuela que combinaba sus métodos con una buena dosis de pragmatismo, pereza y comodidad pero, dentro de sus limitaciones, era un policía más o menos normal, ahora no sabemos a qué carta quedarnos, pues demuestra una torpeza superlativa al principio, quizá en exceso caricaturesca, para, al final, retornar a su ser original. Mención aparte merece Cándida, la hermana del protagonista, una vieja y degradada prostituta. La sordidez en la que vive, combinada con el tono, tiene un efecto cómico innegable (¡hay que ver cómo transforma las cosas el humor!)... En resumen: personajes menos atractivos que en las otras dos novelas (pero todavía muy atractivos, que conste), y una trama que al principio absorbe toda la atención y, conforme pasan las páginas, quiere transformarse a sí misma en la fuente del humor... Dicho lo cual, hay que volver a lo de siempre: pocos “peros” serios pueden ponerse a una obra que su propio autor dice que escribe para pasar el rato, como un “divertimento”. Engañar, Mendoza no engaña. Y divertir, divierte... Así pues, querido amigo dokusha, El laberinto de las aceitunas sitúa nuevamente en el centro de una espiral de intriga al detective manicomial y paródico que protagonizaba El misterio de la cripta embrujada... No es menos deslumbrante aquí que en sus obras anteriores la capacidad del autor para la escritura que contiene en sí su propia caricatura, a la vez que la caricatura de un género, y, en él, de una sociedad y de sus diversas áreas de lenguaje. Pero, aguzada por el dédalo de una peripecia que se bifurca y multiplica en ramificaciones sorprendentes e insólitas, la imaginación narrativa de Mendoza va esta vez todavía más lejos: en triple salto mortal de funámbulo sonámbulo, el narrador-detective llega, por la distorsión de la peripecia policial, no ya al reino del humor y el absurdo, sino al de la libérrima fabulación que roza, tras lo esperpéntico, el área del prodigio surreal... Es un libro que va a hacerte pasar un buen rato que en estos tiempos en los que vivimos es tan necesario. Pero, además, si ese buen rato va aderezado con una o varias pizcas de humor, miel sobre hojuelas, ¿verdad? entonces, ahora sí, lee y disfruta...

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